Por Ignacio Zamora
IZO Editorial
2 de noviembre de 2008
El 6 de agosto de 1945 fue arrojada la primera bomba atómica en la historia de la Humanidad sobre la ciudad japonesa de Hiroshima.
La mayoría de los relatos, escritos o cinematográficos, sean documentales o novelados, describen desde el aire, como ocurrió aquel holocausto, y como alteró las vidas de quienes lo ocasionaron. Pero ¿hay alguna visión del mismo suceso desde tierra?
Sí, existen varias. Una de esas visiones es el relato del Padre Pedro Arrupe, bilbaíno, jesuíta, Padre General de la Compañía de Jesús, misionero en el Japón en ese fatídico día, quien vivió ese horrendo suceso y lo narra en su libro "Memorias. ¡Yo viví la bomba atómica!"
El Padre Arrupe escribe llana, pero contundentemente:
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"Memorias. ¡Yo viví la bomba atómica!" (extracto)
Por el P. Pedro Arrupe, S.J.
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El seis de agosto del 45, fue el único, el primero y el último, que entró por camino nuevo. A las 7:55 un segundo toque de alarma nos indicó que el enemigo se acercaba. A mucha altura pasó otro B-29 sin que nadie se preocupase de ello. ¡Eran tantas las veces que veíamos cruzar a distancia formaciones aéreas de 200 y más aparatos! A las 8:10 se dieron los toques de fin de peligro y la población se dispuso a continuar su vida por el camino ordinario de la rutina. En mal momento dejaron de tocar las sirenas. Apenas habían trascurrido cinco minutos, eran las 8:15, cuando un fogonazo como de magnesio rasgó el azul del cielo. Yo que me encontraba en mi despacho con otro Padre, me puse inmediatamente en pie y me asomé a la ventana. En aquel momento, un mugido sordo y continuado, más como una catarata que a lo lejos rompe, que como una bomba que instantáneamente explota, llegó hasta nosotros con una fuerza aterradora.
Tembló la casa. Cayeron los cristales hechos añicos, se desquiciaron las puertas, y los tabiques japoneses, de barro y carrizo, se quebraron como un naipe aplastado por una mano gigantesca.
Aquella fuerza terrible que creíamos iba a desgarrar el edificio por los cimientos, nos tiró por el suelo con la bofetada de su empuje. Y mientras nos tapábamos la cabeza con las manos, en gesto instintivo de defensa, una lluvia continua de restos destrozados, fue cayendo sobre nuestros cuerpos tendidos inmóviles en el suelo.
Cuando aquel terremoto se acabó nos pusimos en pie, temiendo ambos ver herido al otro. Afortunadamente nos encontrábamos incólumes, sin más consecuencias que las naturales contusiones de la caída. Fuimos a recorrer la casa. Mi gran preocupación eran los 35 jóvenes jesuítas de los que, como Superior, era responsable. Cuando pasé por el último de los cuartos, vi que no había un solo herido, y que aquella explosión no había causado más que daños materiales de destrucción.
Con esa natural curiosidad que se experimenta después del peligro, todos salimos al jardín para ver dónde había caído la bomba que nos había hecho rodar, tan poco cortésmente, al compás de sus vibraciones. Pero nuestros esfuerzos por encontrar la huella esférica de su caída fueron inútiles. Allí no había el menor rastro. El jardín, la huerta, todo como antes. Y en un contraste violento con la naturaleza que irradiaba vida en el nacer de agosto, la casa ajada y lacia; con las tejas rotas; violentamente amontonadas, sin esa elegancia simétrica que les da el estar encabalgadas cada una sobre la anterior. Cristales no quedaba ni uno intacto. Y a través de las ventanas, brutalmente abiertas y desquiciadas, el interior herido, con los tabiques rotos y el polvo todavía en esa danza circular que mantiene viva hasta que se posa.
Subimos a lo alto de la colina para buscar un mayor radio de visión. Y desde allí, extendiendo la vista por la llanura del este, vimos el solar arrasado de lo que fue Hiroshima. Ya no era. Estaba ardiendo, como una nueva Pompeya. El cráter invertido de la bomba atómica había arrojado sobre la ciudad víctima la primera llamarada de un fuego blanco intenso. Y al contacto de su calor terrible, todos los combustibles ardieron como cerillas metidas en un horno. Y como si esto fuera poco, las viviendas de madera que se derrumbaron bajo la onda de la explosión, cayeron sobre las brasas de los hornillos caseros que pronto se convirtieron en llamaradas de hoguera.
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P. Pedro Arrupe, S.J.
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Hasta aquí el relato del Padre Arrupe.
Cuando terminó la Gran Guerra, en 1918, se dijo que iba a ser la última conflagración de la humanidad. No fue así. La Sociedad de las Naciones, establecida, tras la firma del Tratado de Versalles, con ese magnífico propósito, no cumplió su cometido.
Por ahora solamente deseo que la ONU sí lo cumpla. Algunas naciones con economías emergentes ya tienen la fórmula para construir la bomba: Pakistán, India, Corea del Norte, solo por mencionar algunas.
Hasta la próxima.